Los romanos no colocaban las tumbas en un lugar tranquilo y solitario, sino a orillas de las calzadas a la salida de las ciudades, donde los transeúntes podían contemplarlas y admirarlas.
El que enterraran a los muertos en las orillas de sus concurridas calzadas, en lugar de en cementerios tranquilos, no era por parte de los romanos una muestra de falta de respeto hacia aquéllos. Al contrario, creían que, si los muertos no eran debidamente enterrados y cuidados, sus espíritus se les aparecerían y les llegarían a causar daños. Era muy importante proporcionar al difunto una tumba o un sepulcro, donde su espíritu pudiera tener una morada.
Se creía que su actividad vital continuaba en cierta manera y por tanto había que abastecerlo de las cosas que necesitara. Un cazador querría tener su lanza, un agricultor sus aperos, y una mujer su huso.....
El ritual de un entierro romano
Junto a la tumba situada en una de las vías que conducían a la ciudad, tal como mandaba la ley, se incineraba el cadáver. Sobre la pira se colocaba el muerto dentro de su ataúd. Los familiares y los amigos ponían en él los objetos que habían sido del agrado del difunto; le abrían y cerraban los ojos por última vez, le daban un beso de despedida y un pariente o amigo encendía la pira, adornada con flores y recipientes de perfume.